Todo partía de ese pequeño juego que puede empezar o terminar mirando el techo. Diría que en soledad y en oscuridad, pero en realidad no es requerimiento. Casi y como sea, cuando lo adormilado domina y los ojos comienzan a cerrarse. Pasa un buen tanto y luego algo nos devuelve a lo que pensamos es la realidad. Pero en esos cinco minutos de rescate en que te pones las sandalias y corres al baño, o sigues mirando el techo, o hacia otro lado que se torna nublado, tienes que volver a pasar por lo vivido en segundos durante el nudo del juego. De lo contrario, se va perdiendo, se confunde, tal vez el juego te dé un descanso a cambio, pero se pierde lo interesante. Se pierde eso que evocado por somnolencias termina en una suerte de subconsciente omnisciente, que expresa los destellos y las sombras de lo que nosotros mismo ocultamos. Es solo entonces que escuchamos las campanillas del colgante que mueve el aire, sentimos la brisa marina, o nos encontramos en lo más alto de la catedral de Ulm, para luego hacer un verdadero salto de fe.
Ewoks. Esa palabra tenía que recordarme algo de Star Wars. Pero en el juego se trataba de algo más. Así era el mundo onírico. Caminaba con rapidez por un túnel lo suficientemente oscuro como para que deseara regresar por donde venía, pero mis acciones parecían estar predeterminadas. Continué mi camino. Llegué a unas jaulas extrañas en cuyo interior se encontraban unas personas. Una persona por jaula. En algún rinconcillo de mi interior, sentí un poco de tristeza y compasión. Sentí que conocía a aquellas personas. No lo logré recordar y seguí examinando las jaulas.
Caminaba con mucho cuidado para no ensuciar la bata blanca que traía puesta. Me agaché en un letrerito que contenía información detallada sobre las condiciones de los enjaulados. Acomodé mis lentes y aparte mi fleco del rostro. Me acerqué lentamente. La letra era muy pequeña. Era mi letra. Escuché un gruñido y de inmediato un sujeto más parecido a un mono que a un humano se arrojó contra los barrotes de la jaula directo hacia mí. Yo estaba en cuclillas leyendo el letrero, y por la impresión caí de sentón hacia atrás. El sujeto comenzó a gruñir con mayor ferocidad. El susto que en otra vida tal vez pudo matarme, desapareció pronto. Era como si otra persona tomara el control de mí y no me dejara siquiera reaccionar a los estímulos que se me iban presentando.
Seguí con la siguiente jaula sin perder la frialdad de alma, pero mi lejana conciencia se quejaba.
Escuché voces procedentes de la parte más oscura del túnel, aquella a la que todavía no llegaba. No se veía más allá. Las voces de mi cabeza, de la realidad, del juego y del túnel, se mezclaban en una especie de discurso apocalíptico que anunciaba que la humanidad ya no tenía salvación.
Un poco de angustia se quería asomar en mi mirada, pero mi personaje la apartó como quien cachetea a una mosca.
El túnel comenzó a llenarse con una luz azulada. Me comencé a sentir mal. Todos se comenzaron a sentir mal. Las voces gritaban, los sonidos lastimaban. Algo se acercaba y no tenía idea de lo que pasaba.
Sin inmutarme en apariencia, pero con el alma pendiendo de un hilo, seguí internándome en la luz azul. La voz guía de mi subconsciente me decía que todo había terminado.
El caso no era aquel en el que los Ewoks eran tiernas criaturas carroñeras. Era un virus animalizante. No, algo peor. El estado estaba fuera del mero salvajismo. Te hacías daño a ti mismo, cambiabas de forma, y perdías todo rasgo de humanidad.
Me comencé a sentir mareada. No conocía a nadie en ese juego, aunque pareciera que sí. Pensé en mi posible familia, en posibles parejas o mascotas a quienes proteger. No había nadie en mi mente. Solo estaba yo. Nadie me buscaba, nadie me esperaba. Yo no pensaba en nadie.
Así se fue terminando el juego. Abrí los ojos. Sueño entre sueño.
Sola otra vez.