Me siento como en un día sin luz. De pronto se va y comienzo a pensar en que hacer. Hasta recuerdo las mañanas frías que me hacían ver la cama como el único refugio posible, que me hacían añorar el chocolate caliente que preparaba mi madre cuando la lluvia no paraba, cuando todos nos sentábamos juntos y teníamos algo de que hablar, algo con esencia, no algo superficial.
En esos días podías intimar hasta el amanecer sin importar con quién, ni siquiera importaba si se convertía en vino o en café. Lo que mi cuerpo necesitaba era té, o eso me decian los nutriologos. Se sentía la vida y la respiración que agitada se comenzaba acompasar al ritmo de unos besos que truenan cada tanto y de una cadencia de caderas que termina en vals.
Los abrazos y los aromas eran excelsos en esos tiempos, no nos preocupaba lo que dijera la gente. No sabíamos tanto pero al mismo tiempo lo conocíamos todo. Las risas resonaban entre paredes sin tantos muebles, los juegos no paraban y la comida se disfrutaba; había bailes eternos, de todo tipo, de todo estilo; la música embriagaba y no necesitaba más.
Recuerdo lo que se sentía disfrutar de compañía, pero también de la soledad. Recuerdo las alegrías, sin la ansiedad del qué pasará. No es pertinente decir que lo extraño porque el presente nunca es consciente, hoy solo me siento como en esos días, en que se iba la luz y te sonreían.