Cierta angustia nublaba mi mente sin razón aparente. Cada vez que volvía de aquellos planes eternos llevados a cabo para liberar la carga, me dolía el alma. Pero lo más grave, me dolía el cuerpo y no podía levantarme.
Era como si millones de planetas desintegraran lo que quedaba de mi con sus vueltas fijas y golpes certeros. Lo que salía de mi era una nube gris de desolación. No estaba triste, ni resignada; quería disfrutar de cada maldita sensación fuera buena o mala.
Pero dolía, era lo que estaba en turno en ese instante. Toda la vida estuve llena de miedos sin fundamentos y apatías que no eran propias, y decidí que no era lo suficientemente mala como para quedarme así. Y uno a uno se fueron rompiendo.
¿Las alturas?, ya dan igual, ¿el dolor al amar?, no existe más, ¿la propia oscuridad?, ¿no es así que siempre he vivido?
Estoy bien, aunque el pasado me jale de los pies, aunque mi presente parezca vano, no lo es, no lo es. La desconfianza fue suplantada por unos ojos al cielo, el pensar que no todo está perdido, sin olvido ni resignación. De todas las palabras, esa era la peor.
Debía terminar lo iniciado. Tal vez tenía cierta melancolía hacia alguno de ellos pero no sabía hacia quién, y tampoco interesaba tanto. Mi cuerpo no deseaba nada más que recuperarse de la tortura placentera que acostumbraba tener una vez al mes, eso era todo lo que necesitaba para volver a comenzar.
Me levanté de la cama después de sollozar sin razón, pues las relaciones tóxicas y toda esa marginación aparente ya me tenía lo suficientemente cansada.
Continúa la vida. Entre a la ducha, y resbalé. En mi intento por asirme de algún lado, di varios manotazos al aire, y antes de golpear mi cabeza y quedar inconsciente lo vi, el agua se hizo a un lado.