7/06/18
Mi corazón gritaba mientras sus labios pronunciaban mi sentencia. Desde ese momento, mis ideales se fueron abajo y me dejé de conocer, la dejé de conocer a ella y a la vida.
Desperté con un reciente conocimiento en mi mente, y no dejé de repetirme para mis adentros la palabra que lo definía todo: infidelidad. De parte de la persona que más amaba en la vida. ¿Me había pasado antes? Por supuesto, pero tenia 16 años y no sabía lo que era el amor. Mientras miraba el techo con la soledad presionando mi pecho, me senté sobre la cama y escuché que ella salía de su habitación. No estaba segura, pero me pareció que se fue. Traté de pensar que no se iría sin mi. Pero cuando salí ya no estaba.
El resto del día no se apareció. Me dediqué a hacer ejercicio, intenté comer y estudiar. Llevaba más de tres meses con la sospecha y tenía tres días desde que lo sabía todo; ella me engañaba los fines de semana. Se iba del departamento y se acostaba con otro sin importarle mi persona en absoluto. No dejaba de repetirmelo para mis adentros porque no terminaba de creerlo porque era la persona en quién más confiaba. Me enteré de la manera más cruel. Cualquier sensato me diría que simplemente la dejara. Yo me dediqué a llorar y a tener esperanza, a creer que había una buena explicación, pero no la hubo, ella sólo se fue.
Después del dolor inevitable y de la charla pesarosa que al final tuvimos, sólo supe que desde siempre me había sido infiel. Cuando nos conocimos, ella ya tenía relaciones con otras personas, y mientras salimos también. La imaginación me traicionaba y me daba asco la existencia. No quería verla, ni a ella ni a nadie, ni siquiera a mi. Nunca sentí tanto repudio contra mi cuerpo, mi ser, mi alma, contra ella, contra los infieles, incluso contra el mundo entero.
Al verla, no supe que decir. Nos limitamos a quedar en silencio hasta que ella decidiera algo, o dijera algo, porque de mi parte no quedaba nada. Quería a alguien que me amara, ¿eso era mucho pedir?
Yo sólo sé que di todo de mí.