Tal vez entre todos esos juegos mentales que te agradaba aplicarme existía algo real.  No había experimentado antes ese sonido supremo que penetraba en mi cerebro al mismo tiempo en que me escondía en las sábanas del deseo mirando fijamente hacia un punto lejano, mientras aguardaba sin saber muy bien qué, sólo para no parecer tan desesperada. Y te quería; eso permanecía en mi mente sin detenerse. Desprendiéndose de ese amor surgían tantas cuestiones, tantas dudas y conflictos que trataba de resolver uno a uno, pero al final las soluciones dependían de ti. Odiaba que fuese así porque no me gustaba ceder el control de una parte de mi vida, así como odiaba el desearte, porque te culpaba por completo de todo lo que ocasionaste. Te culpaba por el patetismo inconforme que cargaba sobre la espalda. En el fondo de mi día veía una nube gris y verbos inalcanzados; durante la noche, tu espalda, tus ojos y esos besos alejados; los aromas perpetuos que me incitaban a quererlo todo. Sin inmutarme en apareciencia pero con un interior desaforado, me conducía con cuidado y en control, tu respondías perfecto. Tiempo después, la ansiedad comenzaba a consumirme por no quedarme y agrandar el momento, por reaccionar diferente a lo que sentía, por mantenerme al margen de la situación. A pesar de tanto sobrepensar, nunca descubro la manera correcta y durante los días posteriores, las dudas carcomientes eran lo único que permanecía. Eso permanecía.

Llegaba el momento en el que de tanto pensar en ti, me imaginaba que habías hecho tu casa en un resquicio de mi cerebro, te imaginaba luciéndote por horas mientras le sonreías a mis ojos, yo debía cerrarlos para no abalanzarme contra ti y besarte. Desaparecía mi visión, pero entrabas de nuevo a mi mente, la dominabas; nacías de un sueño y te dedicabas a reventar mis anhelos, a robar el motor de la máquina que impulsaba mi sangre, que me permitía seguir con vida, y luego la convertías en algo genuinamente palpitante.

En ocasiones no quería decirte lo que sentía y pensaba, porque tenía miedo, porque te quería tanto. Aun no descubría lo que era real y lo que no, no sabía cómo tenerte y no perderte entre mi alucinación. Las tristes horas de pesadas alas avanzaban ante un viento que me apartaba de ti sin que lo notaras. En mi inconsciencia y sin saber dejar de pensarte, la locura tocaba la puerta de los órganos andantes.

Me dediqué a tomar decisiones incongruentes, quería pertenecerte pero tenía miedo de caerme. Podía derogar los pasajes de mi alma, mis preceptos, mis juicios y mis ideas, bajar los muros, brincar estrellas y dejarme llevar por lo que parecía ser la respuesta obvia: amar y permitirme ser amada, dejar ir las ataduras, las limitaciones, los lazos, las coyunturas. Tu voz me lo confirmaba y llegaba a mis oídos como una brisa que refrescaba y purificaba, como el canto de una sirena. Y yo volvía a reflexionar, no podía ser tan sencillo, algún precio debía pagar; por eso me complicaba la vida, me resignaba a perder, sin confianza alguna en el porvenir. El miedo me corrompía y me mecía en un constante ir y venir, subir y bajar, arriegarse y retroceder. Me tenía miedo a mi misma y te tenía miedo a ti, porque la situación iba más allá de lo que captaban mis sentidos, no podía abandonarme al olvido, con el pensamiento esquivo, la vista perdida y el corazón buscándote.

La falta de necesidad de alimento y el constante insomnio, dicen ser los principios del amor obvio. Me negaba a creer lo que con signos y síntomas me terminaban diagnosticando. Para ti parecía ser tan sencillo, mientras mi ser se revolvía entre un conjunto de enumeraciones y pretensiones. Me convertías en una adicta al roce de unas manos que distaban de tocar y que formaban parte de una ilusión que aún siendo real, me resultaba demasiado sensacional. No cesaba de imaginarte, de sumergirme entre tus locuras, tus bromas, en tu dulzura. No me detenía al soñarte, al desearte y en mi mente tocarte, pero la vida real me frenaba.

Era posible que las malas decisiones que me habían caracterizado tiempo atrás y que habían trascendido en mi fatua existencia eran culpables del intenso temor, la confusión y la preocupación que presentaba frente una situación carente de dilema, pero cuya respuesta obvia me aterraba. Con un poco de redundancia, exceso de adjetivos y adornos fuera de lugar, intentaba explicarle al mundo algo muy simple pero que para mi significaba más que la vida misma, quería darle un poco de sentido a todo mi discurso meramente reflexivo, me estaba tomando el tiempo de emitir las antítesis de mis argumentos, para que no hubiese cabida al error cuando tomara una decisión.

Al final seguía sin saber lo que pensabas, si era real lo nuestro o si yo solo estaba exagerando, no sabía si arriesgarme o esconderme. Entre las pequeñas decisiones que ya había tomado se encontraba el permanecer contigo en lugar de alejarme; ya me había torturado lo suficiente como para continuar con ese rigor creciente. De acuerdo a mi forma de ver la vida, existía tanto riesgo y tanta turbación, que era normal que sintiera miedo. ¿Cómo concluir correctamente si había refrenado todo lo que sentía?, ¿acaso me esperaba una explosión agravante en cuanto no pudiese contenerme más?, ¿acaso todo podía salir mal (era una posibilidad) y me arrepentiría de lo que parecía ser para lo que esperé por más tiempo que un pulmón de feto que desea respirar? Sin embargo seguía siendo apremiante localizar el momento adecuado para llevar a cabo el proceso que ya había dado inicio. ¿Cuál era la solución? No sabía si tú habías estado esperando mis reacciones o simplemente era tu naturaleza tan abnegada, relajada e imperturbable lo que me sacaba de mi zona de confort y me hacía confundirle con una fría indiferencia.

Después de la vorágine de emociones, sensaciones y palabras que me carcomían desde dentro por el fino concepto del cual eras detonante, terminé por rogarte y así me convertí en la reversora de todos los problemas que conllevaba mi beligerante decisión, y aunque la mente avanzaba con recelo, el espíritu lo desechaba y se aferraba a un “te quiero” lleno de pasión. Lo que triunfó fue la devoción y el deseo; todo eso se plasmó en una evocación de amor; se descartaron las otras posibilidades a pesar del riesgo perpetuo. Solo importaba lo que veía al dormir, al despertar, al vivir. Eras tú quien llenaba tantos anhelos, tantos sueños, tantos deseos. Me quedé con eso, con mi reprimenda y mis sentimientos. En esa lucha a espada de cuanto revolvía mi ser y mi parecer, terminé consternada por querer a tu lado permanecer. No importaron las palabras, cuanto decía o cuanto hacía, nunca me pude refrenar. Siempre preferí el veneno, la locura y vencer el miedo; quise besarte y quererte desde ese momento y para siempre, y es lo que permanece.

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