Me gustaría poder escribir a la misma velocidad en que pienso. Así no faltaría nada. Me podría olvidar del mero hecho de olvidar repentinamente. Si escribiera al mismo tiempo en que pienso, no faltarían detalles; tal vez gramaticalmente fallara, pero lograría comunicar mi idea, de forma oral como los juglares. Entonces no vendría aquel duendecillo gris a robarme el tiempo; aquel duendecillo que no lograron vencer en Momo (aunque me digan que sí). Ende sabía de lo que hablaba.

Luego de ese problema, está también lo de las patas. Una por una, se va dificultando todo. Una por tecla, una por vida. Solo son cuatro, con uso dos porque no soy un pulpo gracias a Dios. Aunque el pelo y la lentitud de escriba, aunado a la oralidad constipada me apresaban, la elegancia y habilidad en el andar me caracterizaban. Glamourosa me decían algunos. Tal vez ese sea mi nombre.

Todo el día había observado el transcurrir de los autos sobre la acera. Estaba cerca de mi vecindario. No me alejaba tanto, a diferencia de mis coetáneos. Me quedaban pocas oportunidades.  Siempre fallaba por alguna estupidez. En la vida, hablo de la vida, fallaba en la vida.

Era difícil que un ser como yo se aburriera, pero pasó. Tenía suficiente comida para días y mi estatus social estaba en ascenso. Casi me estaba volviendo de los suburbios por mi buen comportamiento y agilidad; la ternura y la inteligencia también jugaban un papel importante. Vas aprendiendo mientras más vives. Sí, pero te quedan cada vez menos oportunidades y eso da miedo. No somos invencibles.

El monólogo me aburrió y comencé a describir el paisaje en mi cabeza. Sobre un tendedero colgaba un trapo café larguísimo. Mi instinto quiso llevarme hasta él. Seguí ensimismada con el movimiento, el trapo a lo lejos parecía un muñeco, tal vez un espantapájaros. Tenía que pasarle una garrita por encima.

Me acerqué con lentitud sin notar que para hacerlo tenía que cruzar la acera. Seguí avanzando sin quitar la mirada del trapo ondulante.

¡Pum! Golpazo. Abrí los ojos y vi mi cuerpo ser el molde de una llanta. Por ahí andaba eso que llaman tripas. ¡No puede ser! – grité para mis adentros. Moriré de la manera más estúpida hasta ahora.

Comencé a sentir que dormitaba. Ahora solo me quedaban cuatro vidas.

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