En las horas tristes de mi don ausente, el amor permanecía renuente, pues el hecho de amarte y quedar sin suerte, me perdía entre tus delirios e iniquidades sin realmente conocerte.
No sabía como separarme de manera contundente, controlarme, apagarte o detenerme; en mi soledad consciente tu libertad aniquilaba mi mente.
Tal vez debía sólo olvidarte, anularte y contemplar mis dichosos días, más el murmullo de tu canto, llegaba hasta mi más remota armonía.
En aquel lugar en el que se pensaba que tal vez nunca sucedería nada, allá comenzaba aquella agonía. La experiencia me decía, me llamaba y suplicaba que no me dejara llevar por un minuto de alegría, porque en esos momentos la razón estaba ausente. Después de la euforia le cuestionaba acerca de mis incertidumbres, él los hombros encoge y luego fácilmente me miente.
A pesar de cuánto estorba en lo empírico que me ahoga, la aventura me impulsa, y en la medición del temor los cálculos arrojados culminan en error. El miedo se traduce en ligera mortandad, con una sola causa no admitida por la sociedad.
A la mente me llega esa dualidad ante la presente inseguridad, y la futura presencia del dolor y el miedo pero aun así existe el deseo de continuar.