Siempre pensé que a todas las personas les causaba lo mismo. Me encasille con las etiquetas “berrinchuda” y “molesta”. No doy para más. Mi autoestima pisada comenzaba a hablar: “A todos he de hartar. Y qué podría hacer que no fuese arrojarme a un río o correr a la playa y desaparecer de la faz de la tierra vuelta arena. No hay soluciones posibles para mi patética existencia que no implicasen escapar de todo el odio y el rencor causado por las palabras y golpes a la conciencia”.

De manera grata he de aceptar que la vida misma conlleva una serie propia de complicaciones aunadas a nuevas maneras de torturar el alma. La solución a los problemas que se adhieren al corazón era la resignación o el perpetuo dolor. 

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