Era divertido pensar en que contar algo se había convertido en mi terapia. No podía imaginar nada fuera de un escenario lleno de acción y de muerte. Toda mi cabeza era una maraña de historias similares que ya no quería terminar de concretar, mucho menos de redactar, pero algo me arrastraba y me obligaba a hacerlo.
Estaba perdiendo la cabeza, el talento y hasta la cordura. Todo el día me encontraba en ese maldito cuarto de pánico sollozando o durmiendo, hasta que me abrían la puerta y corría a comer como bestia. Mi mascota me miraba aterrada y yo me burlaba de su rostro. Luego, me apresuraba al cuarto de tortura, donde en lugar de torturarme como se debe, golpeaba bolsas con cal y paredes hasta que me sangraban los nudillos. Gritaba y me abalanzaba sobre las cosas. Caminaba por las paredes y me arañaba a mi misma.
El siguiente paso, era el más emocionante. Me sacaban un rato y podía nadar en el río que quedaba muy cerca de mi hogar. Volvía con la frescura de la tarde y entraba a mi cuarto a preparar uno que otro papel. Me bañaba y terminaba frente a una pantalla que en ocasiones me decía que hacer, o me desacreditaba, incluso me daba algunos momentos de placer.
No puedo decir que me rendía, pero después de un rato se me ocurrían cosas y lo de temprano, tarde y noche dejaba de tener sentido. Entonces me sentía yo. Así era el final del día, un pobre ente acostado en el techo de la casa, viendo estrellas y preguntándose qué tanto sabía de la vida, o qué tanto podía describir.