El hombre se transformó en un abrojo. Y ese es el fin de la historia.
Lo esperé sentada en una esquina en donde no había más que penumbra. Lo estuve esperando a él. Un mensaje o una llamada, con eso eso me conformaba. Pero realmente necesitaba la presencia de quien decía amarme. Esperé sin contar las horas, sin contar los días, con el hambre y el frío característicos de la locura que se metió en mi cabeza.
Antes no era así. Siempre tuve cuidado. No me enamoraba. Eso a mí, no me pasaba. Estuve muy bien por mucho tiempo, era feliz. A veces vacía, pero al fin y al cabo, feliz. La intermitencia no me dolía, al contrario, así no me aburría.
Pero tuve que bajar la guardia cuando pensé que me hacía falta un poco de amor. Y entregué cuánto tenía a un inesperado visitante, que con su carisma y alegría me llenó de vida. Era un tipo de felicidad muy distinto del que conocía. Me dejé llevar sin pensarlo tanto.
El pacto se dio. Y los juramentos de amor eterno también tuvieron lugar. Pensaba en él todo el día. Me amarró de tal manera que ni siquiera me lo cuestioné. En el pacto que hicimos, prometimos amarnos siempre, estar juntos pasara lo que pasara y nunca traicionarnos. De lo contrario, el hombre se convierte en abrojo y la mujer enloquece a causa de la traición. En caso contrario, la mujer se convierte en espina y el hombre olvida la experiencia vivida.
Por la confianza suprema que nació de mi ser, no cuestioné los términos, ni siquiera me preocupé. Así que lo esperé. Dijo que viviríamos juntos, que era su mayor deseo. Por eso lo esperé. Nos quedamos de ver un día, me dijo que si estaba cien por ciento segura de que debíamos estar juntos, nos reuniríamos en el edificio abandonado que nos solíamos encontrar y de ahí para siempre.
Lo esperé y no llegó. Y seguí esperando, pensando que llegaría. En un sueño lo supe, él estaba con alguien más. «Posiblemente me quisiera, vaya uno a saberlo», como dijo Benedetti, pero tal vez quiso despedirse de su antiguo amor. Lo que apareció en mi mente fue la escena de una bodega, en donde se encontraba él besando otro cuerpo, acariciándolo, pasando sus manos por todos los espacios, penetrando por dónde pudiese.
Caminé por el edificio en ruinas, buscándolo, gritándole. Y en la entrada principal, pude ver el abrojo. Lo que quedaba de él. Supe que o no me quería al no presentarse, o el sueño era real. No supe que fue lo que él hizo en realidad, porque mi mente se nublo, y yo me perdí a mi misma. Solo se repetía la escena de la bodega una y otra vez, sin dejarme descansar. El hombre se transformó en abrojo, sí. Yo perdí la razón.